«Hombres, Lugares y Cosas de La Mancha»
(Rafael Mazuecos Pérez-Pastor)
Fascículo XII “Azorín y Alcázar”
En abril de 1962 publicaba Rafael Mazuecos el Fascículo XII continuando con el inmejorable estudio de los «Hombres, Lugares y Cosas de La Mancha», referido a su pueblo Alcázar de San Juan y su comarca. Donde entre otros apuntes, relacionados acertadamente con las costumbres, los hechos y vivencias en determinadas épocas, analiza uno acaecido en 1905, denominándolo.
«Azorín y Alcázar»
ENTRE las efemérides de antaño, hay que recordar algunas singulares, únicas en la vida del lugar y bien centradas en los tiempos que consideramos. Aquellos en que Guerras,- D. Juan Álvarez Guerra, nuestro gran indiano,- Salamanca, el banquero y Ribas, el Marqués de Mudela , como empresarios, plantaron en nuestro suelo la Y griega del carril de hierro, con su rasgo inicial en Madrid y los finales abiertos aquí, hacia Levante y Andalucía.
Por ese carril vino todo a partir de entonces y los alcazareños se quedaron como asombrados.
Además de Salamanca y Ribas, hombres de acción que nos dejaron la Estación y las bodegas, vino por ahí Salmerón, que rindió homenaje a su compañero de profesorado en la Universidad de Madrid, el alcazareño D. Tomás Tapia. Vino Canalejas, vino D. Melquiades, vino Gasset. Pasaron los Reyes y los Gobiernos miles de veces, bien notadas por la concentración de Guardia Civil que les precedía. Pasaron y posaron horas y horas los repatriados de Cuba, pasaron de continuo las tropas de África y pasaron infinidad de viajeros y mercancías de todas partes.
Alcázar se hizo al ruido de los vagones y al barullo de la salida de la Estación y contempló con calma todo lo que pasaba, cobrando por ello fama de apático e indiferente.
Entre esa indiferencia pasó un día el Pequeño Filósofo, de aire ensimismado, con sus cavilaciones.
El hombre hermético iba en realidad enardecido, mirándolo todo, penetrándolo todo, queriendo descubrir hasta en sus huellas minúsculas la señal de todo mal, una verdadera locura en la que solo le había precedido aquel Caballero del Ideal, cuya ruta se decidió a seguir y no solo por La Mancha y Castilla el solar predilecto de sus andanzas.
Venía de Levante, con la mirada hecha a las claridades mediterráneas y al verdor de los matorrales alicantinos y por aquí había de pasar, entonces y ahora, para ir y tornar a sus lares, recibiendo siempre el efecto alucinante de la estepa. No es extraño que sintiera la tentación de apearse de aquel tren mixto de a treinta kilómetros por hora para correr a pie los caminos que veía desde la ventanilla y que el gran libro del Hidalgo le había mostrado como los incomparables de la quimera.
¿Que vio y con quién se encontró el Pequeño Filósofo?.
Se encontró, sobre todo, con Alcázar de San Juan, en el cruce de todos los caminos, los de hierro y los de tierra, y le nombró Capital Geográfica de La Mancha, haciendo gran merced, a usanza de los grandes caballeros, enderezadores de entuertos y defensores de la Justicia.
Se encontró, también, con una familia de campesinos,-campesinos por ser de Campo de Criptana,- joviales y fantásticos, aunque ellos se llamaban Sanchos; los hermanos de José María Gómez, el de nuestra Dositea, que con nombrarlo basta.
En su final de la RUTA, que fue en Alcázar, no se acordó Azorín de mentar a José María, cosa extraña por la larga convivencia que tuvo con sus hermanos: Bernardo, el boticario de Criptana y maestro de la Música, verdadero creador del espíritu filarmónico criptanense que perdura y autor de aquel himno a Cervantes, del que habló con insistencia y tocó reiteradamente en el armonium del Cristo de Villajos, durante la romería memorable que prepararon para agasajar a Azorín entre D. Bernardo, D. Pedro, D. Victoriano, D. Antonio, D. Jerónimo, D. Francisco, D. León, D. Luís, D. Domingo, D. Santiago, D. Felipe, D. Ángel, D. Enrique, D. Miguel, D. Gregorio y D. José, con larga fila de carros y galeras, provistos de gavillas y sartenes, música de caracolas, abundante merienda y bota.
El otro Gómez era Carlos, el boticario de Argamasilla, presidente de su Academia cuando el Maestro Azorín inició allí «La Ruta de D. Quijote» y se encontró, como el pez en el agua, «entre aquellos hombres tan amables, tan discretos,- D. Cándido, D. Luís, D. Francisco, D, Juan Alfonso y D. Carlos»,- que entre los olores de la botica mantenían «un hálito de arte y de patriotismo» localista, siempre temeroso de que los eruditos, alentados por los rencores pueblerinos, pudieran negar a Argamasilla el honor indiscutible de ser la patria verdadera de Don Quijote.
Azorín recorre el campo manchego.
Hace jornadas largas que comienzan temprano, como Alonso Quijano el Bueno; «la del alba sería».
A las seis de la mañana sale de Argamasilla hacia el Puerto Lápice, con su carrillo destartalado, tirado por una jaca microscópica. El maestro Azorín ama esa hora, en verdad única, en que, «el aire es diáfano y hay en la atmósfera una alegría, una voluptuosidad y una fortaleza que no existen en las restantes horas del día».
«La jaca corre desesperada, impetuosa, por la llanura infinita desesperante» y a eso de las once, después de cinco horas sin ver más que algún cuclillo por los majanos, el Maestro Azorín entra en reflexiones sobre lo que pensaría Don Quijote cuando en aquella mañana ardorosa de Julio «iba por estos campos a horcajadas de Rocinante, dejadas las riendas de la mano, caída la noble , la pensativa, la ensoñadora cabeza sobre el pecho» porque «solo recorriendo estas llanuras, empapándose de este silencio, gozando de la austeridad de este paisaje, es como se acaba de amar del todo íntimamente , profundamente, esta figura dolorosa» y se comprende que «Alonso Quijano había de nacer en estas tierras y como su espíritu, sin trabas, libre, había de volar frenético por las regiones del ensueño y de la quimera».
Y en estas meditaciones traspuso Villarta, sobre las dos de la tarde. A las cinco entró en el Puerto y en la posada de Higinio Mascaraque, ilusionado con alcanzar la venta donde Don Quijote fue armado caballero.
El cuarto que ocupa Azorín en la posada es pequeño, sin ventanas y se pone a escribir a la luz de una vela, ¡ después de once horas de carro !. Su abnegación queda bien probada.
A las seis de la mañana sale de su cuchitril y a las siete ya estaba en casa de D. José Antonio, el médico del Puerto, hombre impregnado del efluvio quijotesco, como todos las hallados por Azorín en su Ruta.
Van al lugar donde estuvo la venta y examinan el solar haciéndose consideraciones sobre los encuentros que tendría Cervantes en la venta «con pícaros, mozas de partido, cuadrilleros, gitanos, oidores, soldados, clérigos, mercaderes, titiriteros, trashumantes y actores» las veces innumerables que en ella estuvo, y se despide de D. José Antonio, hombre de achaques incurables, al que ve alejarse con la tierna simpatía de lo que camina hacia su desaparición.
Azorín nos hace gracia del molimiento de su viaje de vuelta del Puerto y nos pone camino de Ruidera, donde se nos presenta en el mesón de Juan, después de ocho horas de tumbos y traqueteos en el carrillo de Miguel, para ir en busca de la cueva de Montesinos, donde se encamina muy de mañana a lomos de rocines infames, a monte atraviesa, en un día tenebroso.
Todavía había de hacer Azorín otra caminata en carro, desde Criptana a El Toboso y hallar otro grupo de cervantistas, los más acérrimos y menos académicos: D. Silverio, D. Vicente, D. Emilio, D. Jesús, don Diego, cuya indudable relación con el autor del Quijote, queda patente desde el momento que allí se le llama sencillamente Miguel, como es de rigor en todos los pueblos manchegos para los nacidos en ellos y no fue poco que D, Silverio transigiera con que Miguel fuera de Alcázar y que lo fuera también Blas, su padre, aunque no el abuelo, porque el abuelo de Miguel es de El Toboso, sin ninguna duda.
Azorín quiso echar la llave de sus correrías en Alcázar de San Juan. Llegó en un día infernal, de aquellos que decía D. Magdaleno que no andaban por las calles más que los médicos y los perros, de viento huracanado y frío, de impetuosas polvaredas que sujetaban al viandante en la calle desierta y le cegaban, envolviéndole en remolinos enloquecedores y no vio más que algún labriego liado en su manta y alguna mujer con la saya cobijada hasta las narices. El Casino desierto con las estufas apagadas, sin nadie que atendiera sus llamadas. La Fonda también sin lumbre y su cuarto helado, donde al dejarse caer en el asiento sintió «todo el tedio, toda la soledad, todo el silencio, toda la angustia de la campiña y del pueblo».
Pero Azorín no ha olvidado a Alcázar de San Juan, ni ha olvidado nada del suelo español sobre el que arrojó abundante semilla y al ver, aunque sea por casualidad, algo que pueda semejar algún brote ignorado de siembras olvidadas, aflora en su mente el recuerdo de sus antiguas andanzas, ahora llenas de ternura y simpatía, y escribe, como soñando: «Alcázar de San Juan….».
Y Alcázar se lo agradece, Maestro Azorín.